Apertura de la vía “Sincronía” y 2º ascenso registrado al Cerro Steffen (3.300 m), en el Campo de Hielo Sur, por Angie Di Prinzio, Paloma Farkas y Catalina Unwin

Nuestra expedición comenzó siendo algo bastante utópico: mensajes cruzados entre tres amigas que viven en países distintos, que nunca habían escalado juntas, pero que tenían hace rato el mismo sueño: embarcarse en una expedición a lo desconocido. La excusa perfecta fue la oportunidad de aplicar a una Grant, de un fondo que promueve las expediciones de cordadas femeninas. Esta convocatoria nos empujó a decir: “Bueno… ¿y si lo hacemos?”.

Así arrancó la maquinaria logística que sólo un cerro en el Campo de Hielo Sur puede encender: incertidumbre climática, diversidad de estrategias de ascenso y aproximación, y un acceso remoto que ya desde el vamos te dice: “lo más difícil no va a ser escalar sino llegar”. Elegimos el Cerro Steffen, que fue sacado del cajón de los recuerdos por Rolo Garibotti por sus características enigmáticas: una montaña en la entrada del campo de hielo sur, una sola ascensión en 1965, misticismo en los relatos de D’ Agostini y Perito Moreno, algunas fotos de sus increíbles y majestuosas caras... Era difícil imaginar una ascensión porque para poder ver el cerro si o si tenés que ir hasta Villa O’Higgins (el último pueblo de la carretera austral) y navegar 80 km ida y 80 km vuelta. No es algo que harías de onda, digamos.

Estuvimos un año planificando la expedición. Comenzamos recaudando información de cordadas que habían visitado la zona, del primer ascenso, de pobladores del lago. Nos reuníamos virtualmente y discutíamos logística de embarcación y navegación del lago, estrategias, líneas viables en alguna de sus caras viendo fotos. Tratábamos de pulir detalles de equipo, comida, material, pensando en al menos 3 escenarios posibles. Todo eso cobró sentido cuando nos encontramos en Villa Cerro Castillo en la casa de Cata, una semana antes de embarcarnos en quizás el mejor viaje de nuestras vidas. Allí, preparando meticulosamente el equipo, no pudimos creer lo que veíamos cuando abrimos la página del pronóstico para el Cerro Steffen: una ventana de buen clima excepcional comenzaba justo cuando pensábamos entrar al campo de hielo. Todo empezaba a alinearse.

Llegamos a Villa O’Higgins con unos días de margen para ajustar la logística y obsesionarnos con el peso de las mochilas, que terminó siendo de 22 kg cada una. El 3 de noviembre cruzamos el Lago O’Higgins, con el capitán Alfonso a bordo del “Amigo Patagón”. Cuando la embarcación llegó al final del brazo central y comenzó a girar hacia el oeste, sentimos una mezcla de asombro y respeto al ver por primera vez el Cerro Steffen: era inmenso, elevándose por encima de los picos vecinos, con su imponente cara Sur surcada de canaletas de hielo y cornisas amenazantes.

Con un pronóstico tan bueno, no había tiempo que perder: apenas pisamos la playa arenosa de Bahía Santa Lucía, dejamos un depósito de comida y equipo en el borde del bosque de lengas y cargamos nuestras mochilas pesadas. Ese día avanzamos 6,5 km hasta el pie del glaciar Huemul. Tres horas más tarde estábamos frente al borde colapsado del glaciar. Con algunas horas más de luz decidimos empezar a remontar la morrena empinada, intentando avanzar lo más posible. Al día siguiente nos internamos más en el valle, ganando altura y pasando de la inestable morrena al glaciar. A 1600 m, al pie de la cara Sur, montamos nuestro segundo campamento y dejamos otro depósito de equipo. Continuamos al día siguiente con mochilas más livianas para un intento de cumbre de tres días.

Para acceder a la cara Oeste escalamos en nieve firme por una canaleta de 200 m y hasta 60º. Desde allí bordeamos el inicio de la compleja cara Oeste, atravesando morrenas inestables y zonas muy agrietadas del glaciar, buscando la mejor línea posible. Sin poder ver la pared desde lejos, debíamos guiarnos por lo que teníamos enfrente, intentando comparar lo que veíamos con una foto tomada desde un cerro cercano y las curvas de nivel del mapa. Esa tarde elegimos una posible línea y sondeamos un pequeño rectángulo de 3x3 m sin grietas para montar la carpa y descansar.
El 6 de noviembre sonó la alarma a las 2 am y las tres nos activamos de inmediato: calentar agua para los mates, picar algo sin hambre y entregarnos a una pared de 1000 metros totalmente desconocida. Dejamos un pequeño depósito en la base con comida y nos acercamos a la canaleta elegida bajo la luz de la luna llena. Comenzamos a escalar en simultáneo lo que parecía una pala de nieve empinada, pero al cruzar una rimaya y algunas grietas menores nos dimos cuenta de que no era un nevé sino parte del glaciar. Al entrar a la canaleta propiamente dicha avanzamos rápido, cubriendo unos 200 m, hasta que un cambio abrupto en el terreno nos detuvo. La canaleta se cerraba en un estrecho canal; tomé la punta de la cuerda y alcancé la parte superior a través de un largo muy suelto y delicado de M3, WI2.
Otro tramo de nieve dura de 60º nos llevó a una canaleta estrecha que parecía de WI3. Al reunirnos nos enteramos que una de las cuerdas se había chutado: se le veía el alma directamente. Una alerta nos resonó en la cabeza y por alguna razón, sincrónica quizás, ninguna se preocupó, sino que se ocupó de proponer soluciones para continuar aún bajo estas condiciones. Así es que decidimos seguir. Palo tomó la punta de la cuerda sana y al encarar lo que parecía un primer largo de WI3 se dió cuenta de que era mucho más vertical. Tras 50 m de WI4 sostenido, armó una reunión con protección en roca. Otro largo conectó 20 m de WI3+ con movimientos de roca M4 hasta una rampa de nieve dura. Desde allí volví a tomar la punta y continué por terreno de mixto de M4, por momentos sólido y por momentos podrido. Volvía a resonar la idea de que sólo teníamos una cuerda entera y temía tirar material a mis compañeras y dañar la cuerda.

Tras tres largos de mixto complejo, nos reunimos en la primera repisa más o menos plana que encontrábamos en 500 m de escalada. La canaleta, con su sistema de cascadas y largos de fisuras, nos había depositado en el borde del enorme glaciar colgante que habíamos identificado en nuestra foto de referencia. Finalmente entendimos dónde estábamos y seguimos con la esperanza de llegar a la cumbre esa misma tarde. Mientras continuábamos escalando en simultáneo, con Cata al frente, descubrimos que la supuesta rampa de nieve era en verdad hielo glacial duro, agotador para progresar, con los gemelos ardiendo por la inclinación sostenida. Volví a tomar la punta para encarar al menos 150 metros más de ese terreno. La rampa era realmente infinita y el cansancio físico y mental se sentía. Al llegar al final de esos 200 metros nos dimos cuenta de que no había ninguna chance de “cavar” una plataforma para la carpa.
Más arriba distinguimos lo que creíamos que era la arista cumbrera, con bandas escalonadas de roca y nieve para llegar hasta allí. “En alguna de esas repisas debe haber un lugar plano”, pensamos, y seguimos escalando entrada la noche. A las 18 horas de haber comenzado el día, el sol empezaba a bajar. Estábamos exhaustas y no había lugar para vivaquear. Tras intentar algunas alternativas desesperadas, aceptamos a regañadientes que pasaríamos la noche colgadas del arnés. Rapelamos unos 20 metros hasta lo que parecía un miserable rectángulo inclinado, apenas lo suficiente para que las tres pudiéramos sentarnos con los pies colgando. Armamos una reunión de donde quedaríamos colgadas junto a todo nuestro equipo hasta que saliera el sol. Fue una noche dura; el único consuelo: pensar en el mate de la mañana.
La alarma sonó a las 5 a.m. Encendimos el calentador; pocas palabras se dijeron hasta tener el mate en la mano. Nos llegó un mensaje por inReach de Hugo, nuestro contacto en Coyhaique: la ventana de buen clima continuaba dos días más. Nos miramos y asentimos: intentaríamos unas horas más para alcanzar la cumbre antes de iniciar el largo descenso.
Comenzó Palo los últimos 80 metros de mixto M3 hacia la arista cumbrera. A las 10 a.m. estábamos bajo una enorme cornisa en forma de ola sobre nuestras cabezas. Cata tomó la punta y escalamos en simultáneo hongos y olas de nieve y escarcha increíbles, hasta alcanzar un plano bajo la cumbre. Un último largo de nieve fácil nos dejó en un pequeño pedestal de 2x2 m. No quedaba más montaña por subir: nuestro sueño salvaje y descabellado se había vuelto realidad. Acabábamos de realizar el segundo ascenso del Cerro Steffen, 60 años después, y habíamos abierto una nueva ruta en la cara Oeste.
Disfrutamos un par de minutos en la cumbre y enseguida comenzamos los preparativos para la bajada. Rapelamos directamente desde allí hacia una canaleta que ofrecía una línea limpia y directa. Tras 14 rapeles de puros abalakovs llegamos a la parte alta de la primera canaleta con el sol de la tarde. Decidimos que lo más seguro era detenernos allí y continuar al día siguiente con temperaturas frías para minimizar la caída de material. Por suerte logramos montar la carpa en una rampa rocosa inclinada. Por primera vez en 42 horas pudimos sacarnos arnés, casco y botas.
A la mañana siguiente, nos despertamos con la primera luz y comenzamos a prepararnos para seguir. Tras 8 rapeles más por la canaleta, alcanzamos el glaciar parado del inicio y luego nuestro depósito de comida. Estábamos completamente agotadas. El día 10 nos recogieron en la playa de Bahía Santa Lucía y logramos salir antes de que se cerrara la ventana de buen clima, mostrándonos cuán sincronizado había estado todo nuestro recorrido.
La expedición en sí fue una coreografía de esfuerzo, compañerismo y pequeños milagros cotidianos: cargar mochilas de 20 kg sobre morrenas inestables, adentrarnos más y más en el terreno cruzando dedos para que el clima nos acompañe, acomodarnos entre grietas que parecían tragarse el horizonte, buscar el ritmo justo entre el cansancio y la motivación, la incomodidad y la belleza salvaje del Steffen… Cada una con su pulso, pero sintonizando como si hubiéramos entrenado juntas toda la vida.
Ese es el tipo de conexión que dan estos pegues: no solo te únen al lugar, sino a las personas con las que la compartís. Palo y Cata fueron el espejo perfecto de lo que yo necesitaba ver en mí: fortaleza, calma mental y emocional, humor cuando ya no había margen. Es increíble cómo la energía de lo femenino cambia la experiencia. Hay una manera muy particular que tenemos de potenciarnos desde la paridad, de leernos sin decir mucho, de sostenernos sin hacer ruido, de habilitar la vulnerabilidad sin que eso reste fuerza. Para mí, esta expedición fue también eso: sentirme parte de un grupo que entiende el valor de la ternura en lugares duros.
Y en ese entorno tan humano y a la vez tan hostil, pasó algo adentro mío que todavía estoy procesando. Porque más allá de los largos técnicos, de los metros de escalada, hubo momentos en los que me sorprendió mi propia capacidad. Como si en cada largo se fuera descascarando una capa de duda. Sentí esa cosa profunda y difícil de describir: que estaba a la altura. Que mis decisiones nacían del cuerpo, no del miedo. Que no era una casualidad estar ahí. Que mi potencia existe incluso en los días en los que, abajo, no la veo. La montaña tiene esa magia brutal: le importa poco quién creés que sos. Te pone en el presente y, cuando entrás ahí de verdad, brillás sin darte cuenta. Yo, que muchas veces lucho con la sensación de no ser suficiente, allá arriba me encontré siendo simplemente yo. Y desde ese lugar auténtico, apareció una fuerza tranquila que no sabía que tenía.
Esa sensación no quiero guardarla solo para mí: quiero que lleguen a otras mujeres las ganas de probarse, de escucharse, de seguir ese impulso que te agarra en el pecho cuando ves una línea y decís “quiero estar ahí”. Quiero que sepan que no hace falta ser perfecta, ni segura todo el tiempo, ni tenerlo todo resuelto. Que la potencia no aparece por exigencia ni productividad: surge cuando empezamos a escucharnos de verdad. Que el miedo se negocia. Que el cuerpo aprende. Que el brillo está, incluso cuando lo creemos apagado.
Si algo me deja esta aventura es una certeza: que cuando nos animamos a seguir nuestros impulsos, que cuando nos regalamos espacios donde nadie nos mira y podemos ser de verdad, descubrimos una versión propia que no sabíamos que existía. Y esa versión no solo escala montañas: también las baja distinta: más despierta, más confiada, más conectada con lo que desea. Eso es lo que quiero compartir: no sólo una línea en la pared o el desafío técnico, sino más bien el proceso interno; lo que la montaña enciende, la identidad que te ayuda a reconstruir. Ojalá este relato motive a más mujeres a ir detrás de lo que las llama, aunque dé miedo, aunque parezca demasiado. Porque ahí —justo ahí— suele empezar lo mejor.
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Texto:
Angie Di Prinzio / Team Ansilta
Fotos:
Archivo personal Angie Di Prinzio






